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domingo, 17 de marzo de 2013

Mira mamá, tramposa, borracha y sin bragas.

Era una tramposa nata porque nunca le había gustado perder, siempre tuvo sed de victoria y por eso ganó demasiadas batallas cuando se trataba de él. Pero la verdad es que tampoco hizo demasiado por merecerse todas y cada una de las partidas que ganó, más bien esperó que siempre aquello de ganar llegara solo (porque siempre llegaba tarde o temprano). Hasta que un día se cansó y quiso ser merecedora de todo lo que ganaba y quiso mirar de frente mientras luchaba por aquello que tantas veces dejó para el día siguiente: ella.
Se cansó de esperar y acabó haciendo trampas de la mejor manera que aprendió, aquello que le enseñó el destino y puso en sus manos no hacia demasiado tiempo.
Con los dedos agrietados, el corazón bombardeándole mentiras y su cerebro reinventando el concepto de la adrenalina se marchaba de aquella habitación con el suelo tan frío que hacia que se le helara la cordura, tras el sonido sordo de la cadena del inodoro sus pasos marcaban una melodía con ritmo, con fuerza, fría y medio rota, como ella. El agua, el ruido y unos ojos tan azules como brillantes eran suficiente para reprimir su orgullo y aquel olor tan primitivo y repugnante acabó convirtiéndose en su perfume favorito, lleno de trampas, amor y engaños. Dramas que hacían de su montaña rusa, algo más vertiginoso aún.
Jugaba sin miedo a perder, porque sabía que en el fondo unas veces se gana y otras se aprende. El problema es que sus ambiciones le quedaban demasiado pequeñas a aquella realidad. Sus sueños eran tan efímeros y pasajeros como los besos que a veces le daba por regalar aún sabiendo que esa no era la solución.

Y después de todo esto tampoco es muy difícil comprender que quizás lo único que esperaba es que alguien también luchase por ella, sin trampas ni ventajas, que apostase hasta el final sin importar el precio de la partida.




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